sábado, 5 de noviembre de 2011

MANUEL ABAD (conocido como Manolín Abad)

Con ese diminutivo cariñoso lo conocieron sus paisanos oscenses y, sobre todo, los del Barrio de Santo Domingo y San Martín, donde asumió su condición de libertador. De él se conocen pocas cosas, apenas figura en algunos vetustos documentos, quedando en su casa natal una sobrina nieta; Nació en la Plaza de Santo Domingo que llevaría su nombre en los esperanzadores días de la II República.

Cuando el taimado general Anglés decidió que no iba a cumplir lo pactado en el castillo de Siétamo, Manolín, recién nombrado general por el pueblo aspaventado y con apenas 30 años, supo que se acababan sus cabalgadas en pos de la Democracia –la de todos, y decidió escribir unas notas autobiográficas que hoy resultan de difícil interpretación por su excesiva parquedad. Cuando iba a encontrarse con la última bala que silbaría ante él, entregó aquél papel a un cofrade de la Hermandad de la Sangre de Cristo, hombres llamados a dar consuelo y sepultura.

Allí narró su incorporación a los lanceros por el año 1836, de los que desertó, las batallas en las que unas veces fue detrás y otras delante del enemigo, en estas últimas con los oficiales ya huidos. Prisiones, heridas, exilios forzados. Doce años de luchas contra la injusticia, el orden divino de las jerarquías ociosas e inútiles que sustraían las riquezas del trabajo ajeno. Siempre en pro de la revolución, del cambio social y de la igualdad.

Tampoco sabemos como llegó a conocer a Ugarte, jefe político de Huesca en 1840, prístino demócrata que fundó una tertulia republicana pionera en España. Ambos quedaron conjurados para liberar estas tierras de la monarquía perniciosa y para ello, no dudaron en tomar el dinero del conspirador banquero José de Salamanca. Este sabía que no triunfarían pero su inversión produciría desorden y debilitamiento estatal, justo lo que necesitaba para allanar su ambición de volver a gobernar.

Si desconocemos el momento del encuentro, conjeturamos , al menos, el funesto desencuentro. Ugarte había conseguido las armas, espías y contrabandistas para preparar una importante partida, eligiendo los valles de Echo y Ansó como cabeza de puente en la Península. Abad andaba por las tierras de Ayerbe con voluntarios de Cinco Villas y del Alto Aragón, iban recogiendo pertrechos y hombres que quisieran sumarse a la columna de la Libertad. Reclamado por sus correligionarios, subió hacia los valles ya liberados, pero el general Anglés había maniobrado, los gubernamentales copaban los caminos necesarios y en la pardina Cercito, Abad y los suyos dieron media vuelta.



A Manolín le quedaba la baza de Huesca que, el corrupto jefe militar, había desguarnecido en su intento por evitar la fusión de las columnas revolucionarias. Dentro quedaban los recién llegados guardias civiles, carabineros y poco más. Autoridades y fuerzas se acantonaron en el convento de Santa Clara. Los demócratas tomaron posiciones en San Jorge, Salas y Las Mártires. Las puertas de San Martín, su barrio, caían en mil pedazos dando entrada a los libertadores. Pero el recibimiento no fue el esperado, apenas 200 personas se sumaron. Rindió la ciudad y se avitualló, amenazando con el fusilamiento inmediato a quien no prestara ayuda a la causa solidaria.

Cuando Anglés avistó Huesca, Manolín era ya un perdedor, todos lo sabían y nadie quiso apostar por él ni por sus ideas tildadas ahora de afrancesadas. Anglés lo asendereó hasta el castillo de Siétamo donde la Libertad creyó hacerse fuerte. Poco le importaban al corrompido militar del gobierno, las capitulaciones que le presentaron los sitiados, dejó que una mano firmara mientras la otra acariciaba el pistolón.



Acababa otro octubre de esperanzas para los parias aragoneses. La monarquía exigía escarmiento ejemplar rápido: Manuel Abad y sus cinco oficiales eran fusilados el 5 de noviembre en las eras de Cáscaro, actual aparcamiento de la Calle Desengaño. No fue bastante: debían morir otros seis, sumarlos a los ya fusilados en Echo y en Ansó. Un macabro sorteo, celebrado frente a la casa del ya difunto Abad, determinó el destino de ese número de hombres que creyeron alcanzar la dignidad por la fuerza de las armas, la misma fuerza que los desposeía desde miles de años atrás.

Similares escenas de hombres en pos de libertad -con otros tras ellos para arrebatarles ese sueño maldito, de miedo conciudadano, de rendiciones al alborear un día otoñal y de cuerpos baleados mientras generales acarician sus bigotes bajo un monárquico retrato, se repitieron 82 años después, en escenarios tan cercanos que el calco de la Historia apenas se corrió unos metros a la derecha para que Galán y García Hernández volvieran a delirar en mortal pesadilla.



Siétamo

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