martes, 29 de mayo de 2012

Clavicémbalo

Parece que el origen del clavicémbalo, clavecín, clave, espineta o virginal, que con todos estos nombres es conocido, se sitúa a finales del siglo XIV y su presencia aparece documentada en algunas miniaturas medievales. Esencialmente consiste en un instrumento de teclado, con cuerdas horizontales, el que unos martinetes provistos de plectros o púas, generalmente fabricados con cañones de pluma de ave, pulsan las cuerdas cuando los dedos oprimen las teclas correspondientes. Con el tiempo se incorporaron al clave diversos recursos técnicos, como el aumento del número de cuerdas por tecla, para mejorar el sonido, convirtiéndose, durante el siglo XVIII en el rey de los instrumentos de teclado. Pero, al igual que sucedió con la monarquía francesa, el clavecín fue destronado a finales del siglo y sustituido por el pianoforte, cuyas cuerdas eran golpeadas por pequeños martillos, lo que permitía un mayor volumen sonoro y una regulación de la intensidad por medio de la pulsación. Durante el siglo XIX el clavicémbalo quedó totalmente olvidado, y las partituras escritas para él se interpretaban siempre en transcripciones pianísticas.
La resurrección del clavicémbalo se debió al tesón de Wanda Landowska (1879-1859), una genial intérprete polaca, que consiguió, a principios del siglo XX, que la casa Pleyel construyera para ella un clavecín, para tocar, magistralmente, la música barroca. Los melómanos de su época torcían el gesto ante aquella inusitada sonoridad, pero ella, en respuesta, y echándole valor, se atrevió a interpretar al clave al mismísimo Chopin. Finalmente, el público y la crítica acabaron entusiasmándose con el viejo instrumento y hoy no concebimos la música barroca de teclado sin el clavicémbalo; las versiones pianísticas nos resultan admisibles tan sólo como una curiosidad heterodoxa. Autores contemporáneos, como Falla, Strawinsky y Poulenc escribieron partituras para ella. No llegué a escuchar en vivo a Wanda Landowska, pero sí a su discípulo y continuador más brillante, el colombiano Rafael Puyana, a quien tuve la suerte de oír dos veces, en la década de los setenta: una en Murcia y la otra en la Universidad de Verano de La Rábida.

Rafael Puyana Michelsen nació en Bogotá en 1931 en una familia de tradición musical, especialmente por la rama materna. Su tía, Blanca Michelsen, lo inició en el piano a los seis años. Con trece años dio su primer concierto, en su ciudad natal, interpretando a Haydn. A los dieciséis se trasladó a los Estados Unidos y allí se formó como clavicembalista con la mítica Wanda Landowska. Terminados los estudios, marchó a París, donde aprendió composición y teoría musical con Nadia Boulanger. Desde 1955 está considerado como uno de los mejores intérpretes de clave. Ha dado conciertos por todo el mundo y su discografía es abundantísima. Su repertorio preferido es, naturalmente, la música del siglo XVIII, la época dorada de clavecín, destacando sus interpretaciones de J. S. Bach, de Domenico Scarlatti, de quien ha grabado sus treinta y tres sonatas, y del Padre Antonio Soler, pero también prestigiosos compositores actuales, como los españoles Federico Mompou y Xavier de Montsalvatge han escrito partituras dedicadas especialmente a él.

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