Parece que el origen del clavicémbalo,
clavecín, clave, espineta o virginal, que con todos estos nombres es
conocido, se sitúa a finales del siglo XIV y su presencia aparece
documentada en algunas miniaturas medievales. Esencialmente consiste en
un instrumento de teclado, con cuerdas horizontales, el que unos
martinetes provistos de plectros o púas, generalmente fabricados con
cañones de pluma de ave, pulsan las cuerdas cuando los dedos oprimen las
teclas correspondientes. Con el tiempo se incorporaron al clave
diversos recursos técnicos, como el aumento del número de cuerdas por
tecla, para mejorar el sonido, convirtiéndose, durante el siglo XVIII en
el rey de los instrumentos de teclado. Pero, al igual que sucedió con
la monarquía francesa, el clavecín fue destronado a finales del siglo y
sustituido por el pianoforte, cuyas cuerdas eran golpeadas por pequeños
martillos, lo que permitía un mayor volumen sonoro y una regulación de
la intensidad por medio de la pulsación. Durante el siglo XIX el
clavicémbalo quedó totalmente olvidado, y las partituras escritas para
él se interpretaban siempre en transcripciones pianísticas.
La
resurrección del clavicémbalo se debió al tesón de Wanda Landowska
(1879-1859), una genial intérprete polaca, que consiguió, a principios
del siglo XX, que la casa Pleyel construyera para ella un clavecín, para
tocar, magistralmente, la música barroca. Los melómanos de su época
torcían el gesto ante aquella inusitada sonoridad, pero ella, en
respuesta, y echándole valor, se atrevió a interpretar al clave al
mismísimo Chopin. Finalmente, el público y la crítica acabaron
entusiasmándose con el viejo instrumento y hoy no concebimos la música
barroca de teclado sin el clavicémbalo; las versiones pianísticas nos
resultan admisibles tan sólo como una curiosidad heterodoxa. Autores
contemporáneos, como Falla, Strawinsky y Poulenc escribieron partituras
para ella. No llegué a escuchar en vivo a Wanda Landowska, pero sí a su
discípulo y continuador más brillante, el colombiano Rafael Puyana, a
quien tuve la suerte de oír dos veces, en la década de los setenta: una
en Murcia y la otra en la Universidad de Verano de La Rábida.
Rafael
Puyana Michelsen nació en Bogotá en 1931 en una familia de tradición
musical, especialmente por la rama materna. Su tía, Blanca Michelsen, lo
inició en el piano a los seis años. Con trece años dio su primer
concierto, en su ciudad natal, interpretando a Haydn. A los dieciséis se
trasladó a los Estados Unidos y allí se formó como clavicembalista con
la mítica Wanda Landowska. Terminados los estudios, marchó a París,
donde aprendió composición y teoría musical con Nadia Boulanger. Desde
1955 está considerado como uno de los mejores intérpretes de clave. Ha
dado conciertos por todo el mundo y su discografía es abundantísima. Su
repertorio preferido es, naturalmente, la música del siglo XVIII, la
época dorada de clavecín, destacando sus interpretaciones de J. S. Bach,
de Domenico Scarlatti, de quien ha grabado sus treinta y tres sonatas, y
del Padre Antonio Soler, pero también prestigiosos compositores
actuales, como los españoles Federico Mompou y Xavier de Montsalvatge
han escrito partituras dedicadas especialmente a él.
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